Siempre sentí fascinación por
los carros mortuorios que llevaban chicos. Su blancura tenía algo que se
mezclaba entre lo extraño y lo celestial, que generaba en mí una atracción que
no nunca pude explicar. En los museos, cuando mi mamá no me veía, me pasaba
todo el tiempo que podía contemplándolos. Ella odiaba que me gustaran. Siempre
supuse que, al ser madre, le daba mala impresión imaginarse al hijo de alguien,
muerto, y debía sentir el dolor de los padres de la criatura.
Tiempo después, me enteré de
que ella había sido una de esas mujeres que despiden a un hijo antes de su
primera palabra.
El día en que yo nací, nació
también un gemelo varón, sin vida. Mi abuela, sin darse cuenta de que estaba
hablando con una nena, me contó que en la panza no había habido suficiente comida
para los dos, y que él había sido el que perdiera la competencia. Desde el
momento en que supe esto, me quedé bastante angustiada. Me sentía culpable
pensando en la vida que podría haber tenido mi hermanito, y que yo, de algún
modo, le había robado.
Esa misma noche fue la
primera vez que escuché su voz.
Me había levantado para ir al
baño. La casa estaba en total silencio, apenas se escuchaban mis pisadas asincrónicas
que hacían rechinar el piso de madera. Odiaba caminar por ese pasillo de noche
porque era larguísimo y muy oscuro y con los ojos cerrados por el sueño no veía
nada. Mientras avanzaba, me pareció escuchar a un nene cantar. Me quedé quieta,
para intentar descubrir de dónde venía el canto. Quise pensar que podía ser el
hijo del casero pero la casa estaba demasiado lejos como para escucharlo tan
cerca. Volví a escuchar la voz y me resultó familiar. Entonces supe, o quise
saber que era él, mi hermano, que habíamos crecido a destiempo por estar en
espacios diferentes. Él desde el cielo, yo desde la tierra.
A partir de ahí, su presencia
se instaló en mi vida. Cada noche antes de cerrar los ojos podía escuchar su
canto. Me imaginaba una vida con él, uno en cada hamaca, en la plaza,
compitiendo por quién llegaba más alto. Entonces me venía la culpa. Culpa por
haberle sacado la oportunidad de tener mi familia, que debería ser nuestra, y
de haber conocido todas las cosas hermosas de la vida. Por eso lo dejaba que
apareciera y cantara, era lo mínimo que podía hacer por él.
Sin embargo, con el paso del
tiempo, dejó de cantarme y comenzó a hablarme Me pedía que le cuente sobre mi
infancia, la que yo había vivido por los dos. Yo le contaba sobre las historias
de la abuela, las caricias de mamá y los paseos en cuatriciclo con papá. Se
armaban unas lindas charlas, porque me hacía recordar los días felices de mi
pasado y eso me hacía sentir bien. Nunca sentí miedo de mi hermanito, sino que
esperaba que formara parte de mi vida.
Un día me dijo que no le
contara más. Acepté, sin preguntarle el motivo. Sabía que escuchar recuerdos
que él también debería haber tenido le daba un poco de envidia y era lógico. A
cambio, me pidió que viviera por él algunas experiencias que le hubiera gustado
tener, pero como no tenía cuerpo no podía. Obviamente le dije que sí, era lo
mínimo que podía hacer por él.
Una de las primeras cosas que
me pidió que hiciera fue treparme a un árbol. Por suerte eligió una actividad
en la que era bastante buena. Pensé en uno que fuera especial y supe que era el
momento para volver a subir al árbol de paltas que me ayudaba a trepar abuelito
cuando era más chica. Sin abuelito, me daba miedo hacerlo sola pero tenía que
superarlo. Ese día, a la hora de la siesta, me puse las zapatillas y fui a
homenajear a mi hermano en la aventura. Cuando puse el primer pie, me acordé
del recorrido que hacía para llegar hasta la copa e intenté repetirlo exactamente.
Empezó a lloviznar pero no me importó, tenía que hacerlo, ya me quedaba muy
poquito. Seguí subiendo, pero las ramas húmedas se volvían resbaladizas y yo no
me podía agarrar bien. Busqué mantener el equilibrio pero mi ropa mojada pesaba
y también el agua le pesaba a las paltas, que caían sobre mi cabeza. Tiré mi
campera y quise seguir subiendo pero el árbol se movía y me raspaba los brazos
y la lluvia se mezclaba con mi sangre y mis lágrimas ya no se distinguían y mis
pies se resbalaban y caí. Caí, sin completar la misión que tanto había
prometido.
Mientras me reponía de la
torcedura de tobillo, me quedé muy mal: pensaba que no había podido terminar lo
que me pidiera mi hermanito.
Apenas me curé, me encargó mi
segunda misión. Esta vez, consistía en andar sin manos en la bicicleta y bajar
por la calle de atrás. Nunca lo había probado porque la bici no era mi fuerte y
la calle esa era muy empinada y me aterraba matarme con la velocidad. Sin
embargo, lo quise hacer porque me lo había pedido y era lo mínimo que podía
hacer por él.
A la mañana había llovido y
el camino no se había secado todavía pero yo sabía que iba a poder. Me subí a
la bici y con pedalear una vez alcanzó, porque la pendiente me absorbió. Era el
momento de soltar mis manos y me puse contenta porque había avanzado varios
metros. Hasta que vi la rama. Pero no podía tocar el manubrio porque iba a
romper la promesa. Y me llevé por delante la rama. Caímos, primero la bici y
después yo, y me clavé el manubrio en la cintura. No me importó tanto la caída,
sino saber que otra vez le había fallado.
Ya para el siguiente pedido
de mi hermanito, tenía la determinación para lograrlo. Él quería que yo fuera
de noche al galpón, cruzando el patio, y que le consiguiera un objeto especial.
La misión me daba muchísimo miedo, mamá siempre me decía que de noche no
saliera de la casa porque podía aparecer alguien. Pero esta vez no podía
fallarle. Esa misma noche, cuando mis papás se durmieron, agarré la linterna y
me fui.
El jardín estaba apenas
iluminado por un farol, que se perdía en la neblina densa, al igual que el
galpón, que se veía como una sombra lejana. Me metí dentro de la nube negra en
la que se había convertido mi patio, y caminé una infinidad hasta llegar a la
puerta. Entré y empecé a buscar lo que me había pedido, intentando no hacer
mucho ruido. Justo en el momento que me pareció verlo, la linterna empezó a
parpadear, y con la poca pila que le quedaba alumbré y forcé la vista, hasta
que se apagó y no lo vi más. Me quedé sumergida en una profunda oscuridad unos
segundos, pensando cómo podía seguir. Desorientada, di unos pasos hacia donde
creía que estaba la puerta y sin darme cuenta, pisé algo que se encendió y
empezó a retumbar en todo el galpón, y llenó el espacio con un ruido que me
taladraba las sienes. No aguanté y me fui corriendo y como no se veía nada me
golpeé la frente con un estante y entre el corte que me hice y el sonido
intermitente, sentía que la cabeza me iba a explotar. No me acuerdo mucho más
de cómo logré salir. Sólo sé que no tenía el objeto conmigo y que le había
fallado a mi hermanito. De nuevo.
Nunca pude completar las
misiones que me daba. Siempre terminaba lastimada. Una vez, hasta llegué a
pensar que lo hacía a propósito, que su intención era la de hacerme sufrir. Y
entonces, me acordaba de que él era varón y los varones son medio brutos, así
que tal vez le hubiera gustado jugar así.
Sin embargo, nunca sentí
tanta curiosidad como cuando me contó sobre la última misión. Me dijo que a
pesar de haber fallado siempre, le había demostrado que lo quería mucho y que
ya era hora de tener un poco de paz. Me pedía la última. Esta vez, el pedido
fue demasiado simple. Tenía que ir a Junín 1760 y buscar un número que él me daba.
No me quiso contar más, me dijo que era un secreto entre los dos, por eso no le
podía contar a nadie. Era un alivio saber que esta vez no iba a tener que hacer
nada que me diera miedo.
Cuando llegué a la calle
Junín, me topé con muros y columnas altísimas, que parecían dividir dos mundos
incompatibles que no se podían mirar a los ojos. Pasé ese umbral y me encontré
con una persona, que me indicó cómo encontrar ese número. Me dijo que en 20
minutos cerraban, entonces me apuré para llegar a tiempo.
Adentro, parece una aldea. Calles
de cemento y casitas de piedra. Los habitantes están hechos de silencio. Es el
pueblo de los sin voz. O cuyas voces se reservan para los más afortunados.
Seguí caminando y me pareció
escuchar unos gritos desde una de esas casitas. Me asomé por el vidrio para ver
si había alguien. El piso estaba lleno de escombros y parecía que había un
agujero. Sin duda alguien se había caído. La puerta estaba abierta y entré. Era
él. Era su voz. Me pedía que lo sacara de donde estaba, que lo trajera conmigo,
que lo ayudara de una vez por todas. Era él, que se quería encontrar conmigo. Me
agaché para darle una mano pero no podía verlo. Cada vez escuchaba su voz más
cerca, como si estuviera subiendo desde ahí abajo. Me quedé quieta hasta que me
susurró al oído y una fuerza me empujó, la puerta se cerró, sentí el vacío de
la caída, la profunda oscuridad, el golpe contra la madera, los escombros sobre
mí y las campanas, que anunciaban que cerraba el cementerio.
Ahora
estoy donde tengo que estar.